viernes, enero 27, 2006

El Caso Robinson

Este es un fragmento de un capítulo, el sexto, de América, de Franz Kafka. Lo puse ya que ayer me quedé leyendo y lo encontre grandioso, demuestra la gran maestría de Kafka para narrar. En fin. Si quieren el capítulo entero o el libro, haganmelo saber. LEANLO

6. El caso Robinsón

Y entonces alguien le dio unas palmaditas en el hombro. Karl, pensando, claro está, que se trataba de un huésped, se apresuró a meter en un bolsillo su manzana y corrió hasta el ascensor, dirigiéndole al hombre apenas una mirada.

-Buenas noches, señor Rossmann -dijo en ese momento el hombre-; yo soy Robinsón.

-¡Pero! ¡Cómo ha cambiado usted! -dijo Karl cabeceando de asombro.

-Sí, ahora me va bien -dijo Robinsón contemplándose a sí mismo con una mirada que se deslizó hacia abajo sobre su propia vestimenta, compuesta acaso de prendas bastante finas, pero en tan abigarrada mezcla que el conjunto parecía sencillamente miserable. Lo más llamativo era un chaleco blanco, evidentemente recién estrenado, con cuatro bolsillos pequeños fileteados de negro; Robinsón, por otra parte, trataba de ostentarlo ex profeso hinchando el pecho.

-Gasta usted prendas caras -dijo Karl y pensó fugazmente en su sencillo y hermoso traje con el cual él hubiera podido competir hasta con el mismísimo Renell y que aquellos dos malos amigos habían vendido.

-Sí -dijo Robinsón-, casi todos los días me compro algo. ¿Qué le parece el chaleco?

-Bastante bien -dijo Karl.

-No son bolsillos verdaderos; están hechos así sólo para figurar -dijo Robinsón cogiendo la mano de Karl para que éste se convenciera por sí mismo. Pero Karl retrocedió, pues la boca de Robinsón despedía un insoportable olor a aguardiente.

-De nuevo bebe usted mucho -dijo Karl, yya estaba nuevamente junto a la balaustrada.

-No -dijo Robinsón-; mucho no. -En desacuerdo con su anterior comentario añadió-: Y, qué más le queda al hombre en este mundo?

Un viaje en el ascensor vino a interrumpir la conversación y apenas hubo regresado recibió una llamada telefónica con la orden de ir a buscar al médico del hotel para una señora del séptimo piso que había sufrido un desmayo. Mientras se hallaba en-camino para cumplir la orden, esperaba Karl secretamente que Robinsón se marchara entretanto, pues no quería que lo viesen con él y, teniendo presente la advertencia de Therese, no quería tampoco saber nada de Delamarche. Pero Robinsón seguía esperando, con el porte rígido de un beodo completo, y en ese preciso instante pasaba por allí un importante empleado del hotel, de levita negra y sombrero de copa, felizmente sin que Robinsón le mereciera, al parecer, mucha atención.

-Rossmann, ¿no quiere usted venir a visitarnos alguna vez? Ahora lo pasamos muy bien -dijo Robinsón mirando a Karl de un modo seductor.

-¿Me invita usted o Delamarche? -preguntó Karl.

-Delamarche y yo; estamos de acuerdo en ello -dijo Robinsón.

-Entonces le digo a usted y le ruego le transmita lo mismo también a Delamarche que nuestra despedida, si es que esto no había quedado en claro ya de por sí, ha sido definitiva. Ustedes dos me han causado más penas que las que nadie me causó nunca. ¿Acaso se han propuesto no dejarme en paz tampoco de ahora en adelante?

-Pero si somos sus camaradas -dijo Robinsón, y repugnantes lágrimas de borracho le asomaron a los ojos-. Delamarche le manda decir que desea indemnizarlo de todo lo anterior. Vivimos ahora con Brunelda, una magnífica cantante.

Y acto seguido se dispuso a entonar una sonora canción, pero Karl, a tiempo todavía, lo increpó siseando:

-Cállese, ¡cállese inmediatamente!, ¿acaso no sabe usted dónde se encuentra?

-Rossmann -dijo Robinsón, atemorizado ya en cuanto al canto-, pero si yo, diga usted lo que quiera, soy su compañero. Y ahora que tiene usted aquí un puesto tan excelente, ¿no podría facilitarme algo de dinero?

-Pero si usted no hará más que bebérselo otra vez -dijo Karl-; si hasta estoy viendo allí, en su bolsillo, una botella de aguardiente, del que usted seguramente ha bebido durante mi ausencia, pues al comienzo estaba usted todavía, poco más o menos, en sus cabales.

-Lo hago sólo para confortarme cuando estoy en camino haciendo alguna diligencia -dijo Robinsón excusándose.

-Si ya ni siquiera es mi propósito corregirlo a usted -dijo Karl.

-¡Pero el dinero! -dijo Robinsón con los ojos repentinamente rasgados.

-Sin duda Delamarche le ha encargado que le llevara dinero. Bien, le daré dinero; pero con la expresa condición de que usted se marche inmediatamente de aquí, y que jamás vuelva a visitarme en esta casa. Si quiere usted comunicarme algo, escríbame: Karl Rossmann, ascensorista, Hotel Occidental, son señas suficientes. Pero aquí, lo repito, no debe usted volver a visitarme. Aquí estoy de servicio y no tengo tiempo para recibir visitas. Bien, pues, ¿quiere usted el dinero con esa condición? -preguntó Karl, y ya introducía la mano en el bolsillo de su chaleco, pues estaba decidido a sacrificar la propina de aquella noche.

Robinsón, en respuesta a tal pregunta, sólo asintió meneando la cabeza y respirando con gran dificultad. Karl interpretó el hecho erróneamente y preguntó una vez más:

-¿Sí o no?

Y entonces Robinsón le hizo comprender por señas que se aproximara y entre contorsiones ya bastante elocuentes susurró:

-Rossmann, me siento muy mal.

-¡Al diablo! -exclamó Karl escapándosele involuntariamente tales palabras, y con ambas manos lo arrastró hasta la balaustrada. Y ya surgía el chorro y caía de la boca de Robinsón a las profundidades. Desamparado, en las pausas que le dejaba su malestar, se deslizaba hacia Karl ciegamente.

-Usted es, en verdad, un buen muchacho -decía luego; o bien-; ya va a terminar, ya -cosa que aún no era cierta ni remotamente, o-: ¡Qué brebaje me habrán echado ahí esos perros!

Karl, lleno de inquietud y de asco, ya no aguantaba cerca de él y comenzó a pasearse. En aquel rincón, junto al ascensor quedaba Robinsón, ciertamente un tanto escondido; pero, ¿qué sucedería si no obstante, alguno reparase en él, uno de esos huéspedes nerviosos, ricos, que están en acecho constantemente, ansiosos de poder presentar una queja a algún empleado del hotel que acudiría sin duda corriendo, y que luego, furioso, tomaría venganza contra toda la casa, aprovechando ese motivo; o si pasara uno de esos pesquisantes del hotel que siempre cambian, que nadie conoce excepto la Dirección y cuya presencia se sospecha en cada hombre que uno ve, basta que se le descubra una mirada un tanto examinadora, acaso debida meramente a su miopía? Y allá abajo sólo hacía falta que con ese movimiento propio del restaurante, que no cesaba durante toda la noche, fuese alguien a las despensas, que notase aquella asquerosidad en el pozo de luz y preguntase a Karl por teléfono qué, por el amor Dios, estaba pasando allí arriba. ¿Podía Karl, en tal caso, desconocer a Robinsón? Y si lo hiciese, ¿no se referiría Robinsón, en su tontería y desesperación, y por toda excusa, precisa y exclusivamente a Karl? ¿Y no sería inevitable entonces que lo despidieran en el acto, pues habría sucedido la cosa inaudita de que un ascensorista -el más bajo y más prescindible de la enorme escala de la servidumbre de aquella casa- dejara mancillar el hotel por su amigo, permitiendo que asustara a los huéspedes o que del todo los ahuyentara? ¿Podía tolerarse por más tiempo a un ascensorista que tenía tales amigos, y a quienes, para colmo, permitía que lo visitaran durante las horas de servicio? ¿No parecería a todas luces evidente que un ascensorista de esa laya era un bebedor él mismo o algo peor aún?, pues ¿no sería la suposición más convincente que él, aprovechando los depósitos del hotel, hartaba a sus amigos hasta el punto de que llegasen a hacer cosas como la que ahora había hecho Robinsón en ese mismo hotel donde se mantenía una limpieza rigurosa y pedante? ¿Y por qué había de limitarse tal muchacho a los hurtos de víveres, si las ocasiones para robar eran realmente infinitas, dada la conocida negligencia de los huéspedes, y si estaban a la vista los armarios que quedaban abiertos por todas partes, los valores y preciosidades que se dejaban sobre las mesas, los estuches muy abiertos, las llaves distraídamente arrojadas en cualquier parte?

Precisamente veía Karl que a lo lejos, de un salón del sótano en el cual acababa de concluir una función de variedades, comenzaban a subir los huéspedes. Karl se apostó junto a su ascensor y ni siquiera se atrevió a volver la cabeza hacia Robinsón, por temor a lo que allí pudiera presentarse a sus ojos. Pero le tranquilizaba el que no oyese desde aquel lado el menor ruido, ni siquiera un suspiro. Seguía, por cierto, atendiendo a sus huéspedes, subía y bajaba con ellos; mas, no obstante, no podía ocultar del todo su distracción, y en cada viaje hacia abajo preparábase a encontrar alguna sorpresa desagradable.

Al fin dispuso nuevamente de unos momentos libres para echar una mirada al lugar donde estaba Robinsón y lo vio muy encogido, acurrucado en su rincón y con la cara apretada contra las rodillas. Tenía muy echado hacia atrás su sombrero redondo y duro.

-Pues ahora, váyase usted -dijo Karl en voz baja y con tono resuelto-. Aquí tiene usted el dinero. Si se apresura, podré mostrarle todavía el camino más corto.

-No podré irme -dijo Robinsón enjugándose la frente con un diminuto pañuelo-. Aquí moriré. No puede imaginarse usted que mal me siento. Delamarche me lleva a todas partes, a estos lugares finos, pero yo no soporto ese brebaje afeminado; se lo digo a Delamarche todos los días.

-Pero, de una vez para siempre, aquí no puede usted quedarse -dijo Karl-; piense usted siquiera dónde se encuentra. Si lo descubren aquí, lo castigarán a usted y yo perderé mi puesto. ¿Es esto lo que usted pretende?

-No puedo irme -dijo Robinsón-. Antes me arrojo allá abajo. -Y a través de los balaustres señaló el pozo de luzQuedándome aquí sentado, todavía puedo soportarlo, pero levantarme, ¡eso sí que no puedo! ¡Si ya lo intenté mientras usted no estaba!

-Entonces, bien, iré por un coche y lo llevarán al hospital -dijo Karl sacudiéndole ligeramente las piernas, pues Robinsón amenazaba hundirse a cada instante en una apatía absoluta. Pero apenas oyó Robinsón la palabra hospital, que parecía despertar en él imágenes terribles, se puso a llorar a lágrima viva y tendió las manos hacia Karl, implorando gracia.

-Quieto -dijo Karl; le bajó las manos de un revés, corrió hasta el ascensorista a quien él había reemplazado esa noche, le rogó que durante unos momentos le hiciera el mismo favor, y retornó corriendo hasta donde estaba Robinsón.

Levantó con todas sus fuerzas al que aún seguía sollozando y le dijo al oído:

-Robinsón, si quiere que yo me ocupe de usted, haga entonces un esfuerzo y recorra ahora un pequeñísimo trecho. Lo conduciré, ¿sabe usted?, a mi cama, donde podrá quedarse hasta que se sienta bien. Verá usted qué pronto se repondrá. Quedará usted asombrado. Y ahora sólo le pido que se conduzca razonablemente, pues en los pasillos hay gente por todas partes y mi cama, además, se halla en un dormitorio colectivo. Por poco que llame la atención, ya nada podré hacer por usted. Y tenga los ojos abiertos: no puedo andar llevándolo como a un enfermo moribundo

-Sí, sí, voy a hacer lo que usted quiera -dijo Robinsón-, pero usted solo no podrá llevarme. ¿Por qué no va usted a buscar también a Renell?

-Renell no está -dijo Karl.

-¡Ah, sí!, es verdad -dijo Robinsón-; Renell está con Delamarche. Si son ellos, ellos dos, quienes me han mandado por usted. Ya lo estoy confundiendo todo.


Nota: Primeras tres páginas